El viajero se detuvo a mitad del camino. La noche estaba triste y no conseguía ver nada, ya que nada brillaba en el cielo. Oscuras nubes tapaban las estrellas y ocultaban la sonrisa de la luna creciente. El viajero se sintió solo y desamparado. Tomando aire, se sentó en el sendero y se decidió a leer su diario de viaje y no pudo cuanto menos mirar el camino que tenía sus pisadas tatuadas, y una suave brisa pareció acariciar su mejilla, instándole a levantar la vista, que terminó posando en el camino que se abría ante sus pies.
El manto de la Anciana cayó con su último suspiro, a tres jornadas del fin del viaje del dios de los bosques, y la noche se tiñó de negro, mientras los ojos de la Doncella, recién nacida, lloraban la partida de la Gran Dama.
-No llores- le consolaban las estrellas – algún día tú crecerás y serás como ella; llénate de júbilo por la vida que comienza.
Y la Doncella, con timidez, compartió su aún tenue luz con el viajero.
D.
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