miércoles, 5 de julio de 2017

A Godly Dream

Abrir los ojos, lenta y dramáticamente, al ritmo de un distante lamento de cuatro cuerdas frotadas, le confería cierta sensación de certidumbre. Mientras no lo vea, no puede herirme. Pero, oh, ya sabía que no había pensamiento más incorrecto ni mentira más afilada. Siempre hiere. 
Estaba sentado en la esquina de una oscura celda de piedra, cuya única iluminación provenía de una rendija elevada por la que se colaba uniformemente la luz de la Luna creciente. Se quedó ensimismado imaginando el tacto de aquella irradiación que se vertía entre las rejas de la ventana, sin atreverse a mover un solo músculo más -los párpados pesan-. Interrumpió la concentración y deslizó con cierto cansancio la mirada por la estancia vacía... ¿dónde estaba? Intentó incorporarse sólo para hacerse consciente de lo increíblemente agarrotado que tenía el cuerpo. Cada uno de sus movimientos, lento, torpe y doloroso, componía una sinfonía de agonía que le invitaba, cual canción de cuna, a retornar a su posición original para descansar en paz. Pero se incorporó.

Alzó una de sus manos, la izquierda, y la sumergió en el cuerpo irradiante de su única compañera. Nada. Ni frío, ni calor. Si la celda hubiese sido una metáfora de su soledad, y la mil veces cantada bella Luna su sola compañía, el insípido contacto de sus dedos con la tenue iluminación le devolvió con tranquila parsimonia a la realidad de su condición: la ilusión del número (n)uno... el Sueño de Dios.

Debía de ser terriblemente solitario ser lo (n)único que es Sagrado en el (n)universo. 

A.