lunes, 3 de octubre de 2011

The Vampire’s Waltz

La fascinación y el embeleso de aquél segundo despertar del ser dio paso a un inmenso vacío, uno más profundo que el más profundo mar, más silencioso que el atardecer en un cementerio, más angustioso que la sensación de no poder respirar. El “despertar” del que había sido partícipe tiempo atrás apenas me había abierto los ojos para mostrarme una realidad decadente y brillante, tosca y hermosa… mi interior seguía pujando por sintonizarse con aquello que me rodeaba, pero, si bien mi perspectiva era radicalmente diferente, las dos realidades continuaban en discordia.

El mundo pretendía hacerme creer, de nuevo, en la necesidad de los moldes. De esa forma abandoné el viejo mundo para entrar en uno completamente nuevo, lleno de resplandores y de Luz, un concepto que, entre otras cualidades, era en Sí mismo esperanza, Justicia, bondad. La vida parecía desplegarse a mi alrededor y mis acciones parecía adecuarse, y cada vez más, a mi destino. Las leyes de ese nuevo mundo funcionaban, y lo hacían muy bien. Extrañamente, la vida que me rodeaba parecía la misma; era yo, al fin y al cabo, el que había cambiado. Tristemente la historia ha de enlazarse con un “pero”. Y ese “pero” ha echado abajo ese nuevo mundo.

Las leyes que se extendían ahora a mi alrededor eran, en el peor de los casos,  absolutamente fascinantes y universales y brillaban a la Luz de unos Misterios que conformaba y proporcionaban su vitalidad a ese nuevo mundo. En él, todas las almas tenían un propósito, una dirección, un destino, solo que (¡ah! y aquí está el pero) no todos tenían la suerte de ser conscientes de su realidad ontológica. Para ellos eran seres en  sí mismos, pero no para sí. Los llamaban durmientes, pues, a estos habitantes del viejo mundo. Los Hijos de la Luz, es decir, los habitantes del nuevo mundo, orgullosos de ostentar un conocimiento que les convertía en seres mejores que los durmientes se compadecían de ellos mientras celosamente guardaban sus secretos, su Luz, al resto de las almas, bajo la creencia de que “no todos pueden ver la luz sin quedarse ciegos”. Digamos, pues, que vivían a la sombra que su propia Luz generaba. Comencé a ver que ver a la luz de esa Luz no era necesariamente Bueno; o, quizá, sería más correcto decir que esa Luz no iluminaba mi interior. Sí, vivía en un mundo nuevo, pero no me saciaba. No se adecuaba a mi ser, ese ser que había que destruir para poder ser uno con el Todo, ese estado de inutilidad máxima al que se llegaba a la sombra y a espaldas de aquellos a los que te rodean. Era, pues, un querer a todos para, consecuentemente, y de una forma cruelmente hipócrita, no querer a nadie. Y así olvidé, lenta pero progresivamente, lo que era el Amor.

Esa altruista crueldad hacia mis semejantes, los durmientes, me convertía en una especie de semidiós, poseedor de la Verdad última, y me otorgaban un elevado rango desde el que ostentar mi compasión por el mundo. Me convertí en un Hijo de la Luz, y, por segunda vez, me perdí a mi mismo en una sombra que yo estaba generando.

El segundo despertar fue casi tan abrupto como el primero. Si aquél tuvo lugar durante la luna llena, y fue solidificado con el amanecer, fue la ausencia de esa luna la que me llevó a querer desear una segunda muerte. Aquella noche la luna resplandecía por su ausencia. Los durmientes dormían y solo la criatura de la Luz que habitaba en mi parecía intranquila, como si la luna nueva la inquietara. La Muerte se presentó en forma de melodía, súbita e inesperada, pero tremendamente atractiva. La criatura se revolvió en mi interior y pujó por deshacerse de ella. Pero mi Voluntad se lo impidió. Lentamente me dejé arrastrar por sus encantos y mi ser entró en éxtasis. Las dudas me asaltaron; el Amor se manifestaba con negros ropajes y tendía su mano hacia mi. Aquella mitad del mundo que hasta ahora parecía carecer de entidad surgió ante mi con una fuerza sobrenatural. La muerte me abrazó por segunda vez.

Y con esa segunda muerte llegó una segunda oportunidad.

D.

No hay comentarios:

Publicar un comentario