El hombre que se complace en los objetos de sensación, suscita en sí el apego a ellos; del apego surge el deseo; del deseo el apetito desenfrenado; del apetito desenfrenado dimana la ilusión; de la ilusión la desmemoria; de la desmemoria, la pérdida del discernimiento; y por la pérdida del discernimiento perece el hombre.
(Gita 2:60-68)
El discípulo se lamentaba ante su maestro:
—Ya ni siquiera encuentro disfrute en lo placentero. Mi mente está tan insatisfecha que incluso las cosas agradables han dejado de serlo para mí. Hasta lo deleitable se toma amargo.
—Cuando la mente no está en equilibrio y sosiego, no se puede disfrutar de nada, efectivamente —dijo el maestro.
—Pero ¿por qué? —preguntó angustiado el discípulo.
—Lo entenderás mejor si haces lo que te diga. Busca un enfermo grave y dale un tazón de leche dulce. Después vuelve aquí y cuéntame lo sucedido.
Aunque la petición era muy extraña, el discípulo decidió hacer lo que le pedía el maestro. En el pueblo se enteró de que había un enfermo muy grave. Acudió a visitarlo, con un tazón de leche dulce y se la dio a beber, ayudándole a incorporarse lo necesario para tomarla. El enfermo, al probar la leche, hizo una mueca de asco y protestó:
—¡Qué amargo está esto!
Cuando el discípulo le contó el hecho al maestro, éste dijo: —¿Te das cuenta? Si la mente no está bien, nada está bien.
Cuando hay amargura en la mente, esa amargura se proyecta e impregna incluso lo más bello y placentero. La mente que no ha evolucionado puede hallar diversión y aburrimiento, placer y dolor: pero jamás la dulzura que solo procura una mente en la que han brotado factores de iluminación como la sabiduría, el contento, el sosiego y la compasión.
D.
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