I
Prélude: Una palabra, una flecha
La capacidad de crítica ajena mediante la palabra escrita no ha sido nunca uno de mis dones. Quizá por la tendencia a hablar de mi mundo interior sólo he sido capaz de ver defectos ajenos cuya raíz es mi propia alma. Hay personas que tienen facilidad para devolver una respuesta y dar donde más duele, y hay momentos en que, realmente, me gustaría tener esa espontaneidad para herir al otro. Recuerdo una conversación con uno de los sacerdotes de mi colegio, cuando aún era un crío y el pensamiento crítico no formaba parte de mi repertorio de herramientas – ya que me era necesaria una sola perspectiva para vivir en una burbuja –. Me estaba regañando por haber iniciado una “pelea” en la que sólo había recibido yo. Mi ataque fue verbal. Me preguntó por mi acción, y me hizo deducir que el golpe “psíquico” que le di a mi compañero era mucho más doloroso que el puñetazo que había recibido en la cara. Me dijo que “sabía utilizar las palabras para herir” y que eso no era una demostración de poder, sino de cobardía. A lo mejor fue en ese momento cuando reprimí la voluntad de herir con las palabras. Ahora me apetece hacerlo, y para empezar la práctica, voy a hacerlo despacio, y con uno de los temas que más hieren la sensibilidad: la creencia.*
*Creencia e idea se usarán de forma sinónima a lo largo del texto. Lo sé, muy “british”.
II
Manada de híbridos
Una crítica es un ataque a una idea, desde otra idea. La batalla se desarrolla en un plano netamente intelectual. Esta primera pauta, si bien es sencilla, tiene un matiz delicado. Las ideas son creadas por el intelecto de la persona, y es necesario remarcar que son dos entidades diferentes. De forma natural la persona controla la idea; cotidianamente la idea controla a la persona. ¿Porqué? Porque la persona se identifica con su idea:
Al unir la entidad “ideal” con la entidad “pensante” se produce una fusión entre la creación y el creador, entre el objeto y el sujeto. La persona pasa a ser la idea, y la idea se encarna (y arraiga al espíritu) de la persona. Por tanto, cuando el compuesto hibridado recibe una crítica a su idea de altitud/belleza/torpeza/platonismo/ateísmo/budismo/consumismo/timidez siente que el ataque ha sido material, i. e. a su persona, y por lo tanto se siente violentado.
Es claro y distinto que esto es una absoluta estupidez, por varias razones:
En primer lugar, todas las etiquetas ideales (entiéndase ideal en tanto que sustancia, o entidad) remiten y se fundamentan en el lenguaje, entidades simbólicas que pretenden representar una realidad, esto es: la cualidad de ser alto/bello/torpe/tímido/consumista, o el estado de creencia en los complejos simbólicos que componen el platonismo/ateísmo/budismo, en nuestro ejemplo.
En segundo lugar, si todas remiten al lenguaje, todas las ideas son refutables, por tanto relativas: todas las ideas son refutables por una persona cuyo dominio de la argumentación sea mayor que el propio, además de relativas porque exigen la comparación de sí mismas en relación a otras para existir, o lo que es lo mismo, son dependientes, y por tanto no relativas, absolutas ni universales. Nuestra frase ejemplo se podría transformar, consecuentemente, de la siguiente manera:
He adoptado una postura dualista para simplificar la exposición, por lo que de ello no se debería deducir que necesariamente haya un opuesto para todo compuesto (al estilo taoísta). En cualquier caso no afecta a la argumentación.
III
Baile de etiqueta
Llegamos felizmente al núcleo de la crítica: la estupidez de la identificación del sujeto con su idea, y la consecuente necesidad de reaccionar de forma violenta por la creación de un sentimiento de ofensa. Ofenderse por reconocer que el otro está esgrimiendo razones de porqué uno no es todas, o alguna, de las cualidades y creencias citadas anteriormente en los ejemplos es desplegar una ausencia total de criterio, aparte de un gusto horrible. La ofensa, aparte de una pose común, es, por tanto, una idea que funciona a modo de algodón* que prueba que existe un vínculo entre la persona y sus ideas, y las convierte en una sola sustancia, de lo que se deduce que esta persona cree poseer la verdad universal o (más común entre los intelectuales)que es una decisión meramente estética. Y es importante esta idea de la estética.
Al descubrir que las ideas se ostentan a modo de adorno en la misma relación que el tatuaje al cuerpo, podemos imaginar la reticencia por parte de los usuarios de borrarlo y sustituirlo (o dejar el cuerpo desnudo, pero esa es la clave del texto…). Empiristas, ateos, budistas, platónicos, guapos, altos, fuertes, tímidos… meras decisiones estéticas del buffet libre del lenguaje. Como apunte personal, y como dijo Don Juan (de Castaneda), nos creemos demasiado importantes: por eso nos creemos con el derecho a ofendernos.
Preferimos ser algo, en lugar de ser,a secas. Y ahora viene lo difícil…
*El algodón no engaña.
IV
Me ofendo, luego soy
Como hemos deducido por el recorrido, una idea es una perspectiva parcial; pero hay ideas más interesantes que otras (no en vano Platón estableció una jerarquía). Una de ellas, por ejemplo, es la idea de “ser”, que predicada de un sujeto pensante nos lleva a la autoconciencia de la existencia. ¿Significa esto que la existencia –‘yo soy’- también es refutable y relativa? (como decíamos en el apartado I) A nivel argumentativo sí es refutable. Se podría argumentar en contra del ‘yo’, del concepto de ‘existencia’, de las conclusiones derivadas de la proposición, entre otras cosas. En cuanto a la relatividad de la misma, podríamos decir que al no ser posible en ‘no ser’ (lo cuál suena paradójico) la existencia es necesaria. Pero, ¿hasta qué punto nuestra autoconciencia nos engaña? A fin de cuentas, corremos el riesgo de no existir si hemos decidido que las ideas son las fichas del juego del lenguaje.
La creencia en la existencia parece una excepción a la crítica realizada más arriba acerca de la no identificación del sujeto pensante con la idea pensada. Es decir, ¿qué pasaría si yo no me identificase con la idea de que existo? ¿Si ésta permaneciese separada de mí? A fin de cuentas (disparate aparte) si alguien nos dijese ‘no existes’, al margen de tildarlo de loco, pensaríamos (nótese el plural de modestia): ‘¿cómo no voy a existir, si para que me acuses de no existir tiene que haber algo que sea acusado de ello?’ (argumento cartesiano por excelencia).
Parece, entonces, que la idea de ser o existir* se apega al sujeto que la crea. Y de aquí podemos sacar dos senderos, que, querido lector, le invito a elegir y transitar:
1. El sujeto pensante no es lo que generalmente entendemos por persona. Esto nos lleva a pensar que no somos lo que creemos ser. Reuniendo los argumentos, llegamos a la conclusión de que un yo más real que lo que llamamos persona es idea, y ésta es soy. Esta conclusión apoya la tesis central del texto: la persona cree ser algo que no es, y se fabrica una armadura de etiquetas, con la que defenderse y atacar a otras armaduras igual de vacías de contenidos. Es algo así como que todos los radicales de un extremo, el otro, y los mixtos sois estúpidos.
2. Seguimos el argumento al pie de la letra y efectivamente aceptamos que identificarse con la idea es estúpido, por lo que las personas ni existen ni no existen, lo cuál es algo más complejo de aprehender: no hay canon, todo es ilusión; la creencia y la etiqueta son decisiones estéticas, y la persona es una “sustancia” que, en sí misma es el motor que fundamenta la realidad en la que vivimos, la comparte y establece consenso.
Y hay algo que me dice que ambas no son tan divergentes como aparentan…
*Nótese el uso de ser y existir como sinónimos, que es algo así como mezclar a Aristóteles y a Sartre… ¿quién será el pensante y quién lo pensado? Lo siento, me gustan los híbridos…
Á.
Nota: siento ser tan contradictorio; sé que dije que no escribiría Filosofía en este espacio, pero a diferencia de los buenos y santos, no soy coherente, ni consecuente. Prefiero bailar con Dionisio y extasiarme en las manos de sátiros y ménades mientras me embriago del néctar de los Dioses al ritmo de una frenética percusión que tomar el té al sonido de arpa con Apolo y su séquito de muchachitos afeminados. Metafóricamente hablando, supongo… Lo bueno de ser más Jónico que Dórico es que puedo elegir entre las dos, una o ninguna.