“I set fire to the rain, and I threw us into the flames. When we fell, something died, cause I knew that that was the last time, the last time…”
Y era la sensación de que, a pesar de estar bajo una de las lluvias más bonitas que mi alma pudiera contemplar a través de sus cinco ventanas, no había nada más allá de ese vacío que nacía en alguna parte de mi mismo y que desde hacía algún tiempo me acompañaba; esa sensación se extendía por toda la procesión. Por un momento me extrañé de la situación, y mi mente se alejó de la escena. ¿Porqué había personas llorando? ¿Hacia dónde van?…
El clima era frío, y el ambiente era gris y triste. El atípico desfile parecía ir acompañado de una voz invisible que cantaba un requiem entre los invitados al mismo. Éste se filtraba entre lamentos y se ensalzaba con los llantos y las plegarias, y se alzaba en aquél cielo poblado de nubes negras, que también lloraba. Un ataúd presidía la escena. Mi ensoñación se vio turbada por una oleada de familiaridad, y un húmedo escalofrío me recorrió la espalda. El vacío se manifestaba en mi rostro y comencé a tener la incomodidad de sentirme demasiado rodeado de personas, que, por otra parte, parecían esperar alguna reacción por mi parte. Me comencé a agobiar, y se mezcló con el vacío. Mis ojos se perdieron en el infinito y el ataúd pasó a formar parte de mi único y personal cosmos. Alrededor no había más procesión y sólo los elementales del agua de la lluvia, la tierra húmeda bajo mis botas, el viento que ondeaba mi despeinado cabello, y el fuego de las antorchas acompañaban ese momento de eternidad, como los únicos lo bastante impersonales como para perdonarles que no comprendieran un ápice de lo que yo estaba viviendo…
Y no fueron mis ojos los que lloraron. Fue mi alma la que, con un desgarrador lamento, puso fin a mi tortura e incendió la lluvia a mi alrededor hasta su mismísima génesis y, durante un solo instante en aquél tardío atardecer, el cielo se tiñó del color de la sangre, una sangre que emanaba de un hueco donde, tiempo ha, estuvo algo que llaman corazón.
D.
 
 De alguna forma la noche olía a otoño. Ciertamente las calles estaban algo vacías, pero tenían ese encanto que sólo pueden tener las noches de entre semana, en las que la ciudad duerme a la espera de la rutina diurna, tan segura y asumida que ni la ficción de la muerte puede arañar con su lejano susurro (“a mi eso, nunca”, supongo que pensarán). Naturalmente, la magia de los pequeños detalles no sólo se manifiesta cuando la luna se alza sobre tejados llenos de gatos que le cantan con la nostalgia de un niño que creció demasiado tarde, sino que está presente a lo largo de toda la jornada, solo que de noche es más fácil recrearse en ellos sin que te molesten demasiado.
De alguna forma la noche olía a otoño. Ciertamente las calles estaban algo vacías, pero tenían ese encanto que sólo pueden tener las noches de entre semana, en las que la ciudad duerme a la espera de la rutina diurna, tan segura y asumida que ni la ficción de la muerte puede arañar con su lejano susurro (“a mi eso, nunca”, supongo que pensarán). Naturalmente, la magia de los pequeños detalles no sólo se manifiesta cuando la luna se alza sobre tejados llenos de gatos que le cantan con la nostalgia de un niño que creció demasiado tarde, sino que está presente a lo largo de toda la jornada, solo que de noche es más fácil recrearse en ellos sin que te molesten demasiado.  Todo suena demasiado fuerte. Mis oídos no aguantan la presión. Ni el prrrrrrr de los coches, el piiiiii de sus bocinas, el waaaaargh de los vecinos chillando, el ffffffff de mi ordenador, ni el clak, clak, clak de las teclas. La habitación está más triste de lo normal. El aire no se mueve ni para ceder paso a mis dedos tecleando. Me pongo la capucha y miro mi reflejo por encima de la pantalla, casi con pereza, como si me diera corte que el que me devuelve la mirada afligida; el encapuchado arquea las cejas… sabe lo que pienso y siento. Sabe todo lo que yo sé, y hasta diría que más. Sujeta la púa de mi guitarra con los dientes y la cambia de sitio: eso también hace demasiado ruido. Es algo así como un tec, tec, tec.
Todo suena demasiado fuerte. Mis oídos no aguantan la presión. Ni el prrrrrrr de los coches, el piiiiii de sus bocinas, el waaaaargh de los vecinos chillando, el ffffffff de mi ordenador, ni el clak, clak, clak de las teclas. La habitación está más triste de lo normal. El aire no se mueve ni para ceder paso a mis dedos tecleando. Me pongo la capucha y miro mi reflejo por encima de la pantalla, casi con pereza, como si me diera corte que el que me devuelve la mirada afligida; el encapuchado arquea las cejas… sabe lo que pienso y siento. Sabe todo lo que yo sé, y hasta diría que más. Sujeta la púa de mi guitarra con los dientes y la cambia de sitio: eso también hace demasiado ruido. Es algo así como un tec, tec, tec. Nota, acorde y arpegio… dúo en G, púa y algo de blues… clásico capricce a base de cuerda y arco… y cantamos un poquito de soul… Y así comienza el chun, chun, pá de la semana.
Nota, acorde y arpegio… dúo en G, púa y algo de blues… clásico capricce a base de cuerda y arco… y cantamos un poquito de soul… Y así comienza el chun, chun, pá de la semana.