Con el transcurrir de los acontecimientos que transforman constantemente tu contexto, vas cayendo en la cuenta de cuánta razón tenía Heráclito el Oscuro al aseverar que no puedes bañarte dos veces en el mismo río, que todo fluye, que todo cambia. El arkhé es el fuego, siempre en movimiento.
Una de las conclusiones más lógicas. o al menos más razonables, desde una perspectiva de supervivencia, es que tienes que fluir y adaptarte para seguir el curso de ese río: tienes que cambiar con las corrientes, esquivar las posibles rocas que te puedan bloquear el camino. Tienes que cambiar con tu cambiante entorno o perecer anclado en un pasado que Dios sabe si existió, que ahora no existe y que jamás existirá de nuevo.
¿Porqué planteo ésta reflexión? (se preguntarán algunos). Porque (ay de mi, pobre ingenuo) acabo de caer en la cuenta de que, en un mundo en el que todo cambia y nada es estable, ni eterno, no tiene cabida un principio tan elemental como el alma. Ni el amor. Ni la amistad.
Por eso decidí salirme del río y contemplar (theoréticamente) desde una posición estática en su dinamismo (ojo con el concepto) y personal el eterno devenir de la vida, compartiendo la orilla del río con aquellos que, al igual que yo, prefieren seguir creyendo que el incesante fluir de la vida no implica necesariamente “dejarse llevar por la corriente”. Y por eso ahora aquellos que siguieron río abajo, se pierden en el horizonte de mi conciencia, lenta, pero inexorablemente.
De esta forma, aquellos que viven “fuera del río” tienen tan sólo dos caminos: vivir como bestias, o vivir como dioses.
D.