Parece que uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde. No se da cuenta de que echa de menos a una amiga hasta que no está. No se da cuenta de que la luz del vestíbulo a las cinco de la mañana que dejó su madre está encendida para que cuando llegara a casa supiera que no estaba solo, hasta que vuelves a la tu habitación de estudiante y te la encuentras vacía y oscura. Uno no se da cuenta de la tranquilidad de su ciudad hasta que se va. Ni se da cuenta de lo cómodo que resulta todo cuando se encuentra en un entorno familiar. Se da uno cuenta cuando no está. Cuando ya se ha ido. Cuando tiene miedo a la frialdad de la gente, cuando ve que nada es como antes, cuando te comienzas a hastiar de la hipocresía y de las apariencias, cuando ves que todo a tu alrededor corre como si todas las personas tuvieran prisa por vivir y morir, cuando el arte pasa de sentimiento a entretenimiento, cuando nada excepto producir y consumir tiene sentido, cuando te sientes solo entre seis millones de personas sabiendo que aunque grites nadie te va a escuchar.
Me siento como un niño perdido, luchando por volver a nunca jamás, pidiéndole a mi Hada que por favor no se vaya, que no quiero perder la magia, que no quiero perder la ilusión. Que no quiero crecer. Que no me gusta lo que hay fuera, que me da miedo. Que quiero que alguien me saque de aquí. Que necesito que pare el mundo para bajarme. Hoy me siento pequeñito entre tanta gente grande.
¿Dónde está Campanilla, chitita? Hoy quiero irme a casa.