martes, 28 de junio de 2011

La casa de los horrores


La guerra de Afganistán. Ese gran conocido por muchos y desconocido por todos. La muerte de los dos soldados españoles al frente de batalla desconcierta a la nación: “Qué horror” exclaman algunos, y se me vienen a la mente tantos ejemplos que escribirlos uno a uno implicaría escribir una novela de terror. A riesgo de parecer insensible al dolor ajeno, el verdadero horror es la reacción de la nación ante la muerte de estos dos soldados. El horror reside en la hipocresía de, ya ni tan siquiera despertar al completo, sino de abrir ligeramente los ojos cuando la realidad nos salpica en la cara.

Dos soldados. Dos. Dos vidas humanas que valoramos por encima de las demás simplemente porque “son de aquí”. ¿Y las demás qué? ¿Qué hay de los centenares de familias y miles de niños que mueren cada día por inanición o sed, o recluidos en fábricas de ropa en las que trabajan de sol a sol para que los del “qué horror” puedan vestir sus marcas y seguir comprando sus refrescos? Horror es el que causa una sociedad que sacrifica la capacidad de impresionarse y su verdadera capacidad de sentir el dolor ajeno en pos de un confort mediocre con el que ni tan siquiera pueden aspirar a la felicidad pero que se valen con “subsistir” en un sistema político que miente, obstruye, abusa y no recibe oposición porque sigue habiendo fútbol y televisión.

Dos vidas que se suman a la lista de fallecidos por la lucha interminable de poder en el que los que se sacrifican no son los que están en sus despachos, sino aquellos al frente de batalla (ojo, los de ambos bandos), aquellos que son explotados para el bienestar hipócrita de unos pocos, aquellos que mueren dentro de nuestras fronteras por falta de recursos para comprarse algo para comer, aquellos de los que pasamos de largo al caminar por la calle y llegamos a mirar incluso con desdén y por encima del hombro, sin el derecho de comprarse la vida por falta de recursos. Eso sí que es un horror.

¿Adónde estamos llegando? Seamos sinceros con nosotros mismos y en vez de mirar hacia afuera miremos un poco nuestro ombligo (que, ya puestos, se nos da bastante bien), y dejemos la hipocresía de exclamar al aire “¡qué horror!” para después apagar la televisión, la radio o tirar el periódico a la basura y sumergirnos de nuevo en nuestra rutina despreocupada sin ni tan siquiera interiorizar el horror, y tras entenderlo llegar a plantearnos que quizás, y sólo quizás, tenemos la capacidad de cambiar el mundo si de verdad quisiéramos. La pregunta es ¿queremos?

Á.Meléndez

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