lunes, 26 de septiembre de 2011

Hagakure Sunset

“A usted le toca elegir: la filosofía más elevada, o una simple escuela de magia.”

La tarde estaba siendo apacible y tranquila. La sombra de los árboles se intercalaba con los últimos destellos del Gran Astro formando un curioso contraste entre la luz y la sombra. Las hojas crujían bajo mis sandalias y apenas se oía el canto de las aves, que mantenían el bosque en un silencio casi místico; toda la escena invitaba a la introspección. Tras sentarme recostado levemente sobre uno de los troncos, y depositar mi espada sobre el lecho de hojas, me concentré en mi entorno. Volqué mis pensamientos en aquél curioso contraste de luz y sombra que producía aquél apacible atardecer y reflexioné sobre la dualidad, el poder y la responsabilidad. En las profundidades de mi mente algo comenzó a despertarse y comencé a sumergirme más y más hasta alcanzar la sensación de vértigo. Al abrir los ojos vi enfrente de mi a un gurú dando clase a un grupo de jóvenes discípulos. La clase transcurría sin tensión ni aburrimiento; él explicaba, ellos escuchaban con atención. Parecían no verme, así que permanecí espectador de la escena, silencioso y atento. En un determinado momento, los discípulos le pidieron que les revelara el sagrado «mantra» por el que los muertos pueden ser devueltos a la vida.


«¿Y qué pensáis hacer con una cosa tan peligrosa?», les preguntó el gurú.


«Nada. Sólo es para robustecer nuestra fe», le respondieron.


«El conocimiento prematuro es peligroso, hijos míos», dijo el anciano.


«¿Y cuándo es prematuro el conocimiento?», preguntaron ellos.


«Cuando le proporciona poder a alguien que aún no posee la sabiduría que debe acompañar al uso de tal poder»


Los discípulos, no obstante, insistieron. De modo que el santo varón, muy a su pesar, les susurró al oído el «mantra» sagrado, suplicándoles repetidas veces que lo emplearan con suma discreción. En ese momento la escena se distorsionó y volví a elevarme con aquella sensación de vértigo, tan familiar. Ahora veía a los jóvenes paseando por un lugar desierto, y vi que tropezaron con un montón de huesos calcinados. Con la frivolidad con que suele comportarse la gente cuando va en grupo, decidieron poner a prueba el «mantra» que sólo debía ser empleado previa una prolongada reflexión, como había indicado el gurú.


Y en cuanto hubieron pronunciado las palabras mágicas, los huesos se cubrieron de carne y se transformaron en voraces lobos que les atacaron y les hicieron pedazos. La escena se desvaneció entre colmillos centelleantes y alaridos de terror. Para cuando me di cuenta, estaba de vuelta en el bosque, con sus luces y sus sombras y la paz que lo caracteriza.

Dándome por satisfecho en mi respuesta, recogí mi espada y proseguí mi paseo; al poco tiempo, alcancé el límite del bosque cantando una melodía que sólo los árboles y el viento podían entender.

D.

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