Al principio parecía que no nos movíamos. Éramos como dos estatuas de rostro inmutable que se contemplan la una a la otra en la vieja Roma. Eso, desde cierta perspectiva, era bueno. Era eterno. O al menos era duradero... muy duradero. Por otra parte, no veíamos más que el rostro del otro y apenas lo que tenía detrás. Nos valía con tenernos uno enfrente de otro.
Luego te das cuenta de que el tiempo pasa, incluso para las estatuas. Y también de que hay más mundo al margen de tu pétreo compañero. Y te comienza a apetecer ser dinámico. Hasta que te das cuenta de que, mirando hacia atrás, te has movido.
Más.
Menos...
¿Qué más da? Te has movido.
El tiempo no pone a nadie en su lugar, eso es filosofía barata. El tiempo no existe. Tan solo están las acciones y las consecuencias. Y las ganas de aceptarlas, o no. Vivimos, y tampoco sabemos ni porqué estamos aquí. No existe una ley universal que regule el comportamiento humano y juzgue nuestras acciones, ofreciendo mérito y castigo. Lo único que realmente tenemos es la capacidad de elegir. Y, haciendo propia esta idea, no solo controlas el momento de la elección, sino también las consecuencias. Y las transformas a tu antojo. Y aquí empieza y termina la vida humana.
Fontana di Trevi, Roma
19 de Febrero de 2011
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