Cuando abrí los ojos se me habría encogido el corazón si lo hubiese tenido. Los límites de mi ataúd parecieron encogerse a mi alrededor. Tomé aire e inspiré lentamente; aún sin necesitarlo, seguía aquietando mis pensamientos si le dedicaba la suficiente concentración. Levanté la tapa con una mano y me incorporé. Miré a mi alrededor y esa sensación volvió a recorrerme la espalda. No… no es posible, pensé para mí, pero era más que el susurro de una afirmación: era una súplica. Salí del lecho y me acerqué al balcón, a través del cual la luna decreciente brillaba con rostro de recién levantada, con el tono amarillento que adquiere en la noche temprana.
Oteé el horizonte y en la lejanía sólo vi infinitud, un vasto e interminable desierto que aislaba mi castillo de piedra del mundo de aquellos cuyos ojos sangrarían al contemplar con sus mentes un silencio que ni la tierra, el agua, el aire o el fuego osaban romper. O al menos no hasta ese momento. La situación se volvió incómoda y me pareció oír susurros de ecos que hacía mucho tiempo que no escuchaba. Ven… ven…
Tal vez me confundí al despertar. Puede que todavía quede algo parecido a un corazón en alguna parte del yermo que habito. O tal vez nunca llegué a despertar y esto no sea más que otro sueño.
* * *
La irrealidad del mundo sólo la perciben aquéllos que despiertan tras un largo letargo, para caer en la cuenta de que el camino no ha hecho más que comenzar. Aún así, ¿cómo emprender la marcha cuando se echa de menos la comodidad de las sábanas? El consuelo reside en entender que nunca es adiós, sino hasta luego.
D.
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