“Don’t try to live so wise, don’t cry ‘cause you’re so right, don’t dry with fakes or fears ‘cause you will hate yourself in the end…” (“No intentes vivir de forma tan sabia, no llores, porque tienes razón, no te seques con farsas o miedos, porque terminarás odiándote al final…”)
De todas las historias que podremos escuchar alguna vez en nuestro camino, suelen gustarme más aquellas de las que ya conozco el final. Y es que aunque lo oiga en versos pronunciados por otros protagonistas, el suicidio romántico siempre será mi forma favorita de inmortalizar la cumbre de la pasión, el non plus ultra de la experiencia sobre la teoría, musa de toda inspiración y belleza de aquello que se hace eterno por ser efímero.
Y es que encontrar que el objeto de contemplación y deleite no es más susurro que el arrullo de las hojas de otoño al caer, instante que viene y se va, transforma toda desazón por el paso del tiempo en todo un árbol de hojas caducas que se desnuda, instante tras instante, a la luz de la luna de verano con la esperanza puesta en la primavera, que traerá de nuevo la promesa del arrullo susurrante de una nueva hoja que volverá a caer y nos hará enloquecer.
¡Locura! ¡Dulce locura, que descorres los velos de aquello que no les está permitido mirar a quienes no cuentan con tus besos, néctar de toda vida, maná de la embriaguez de los sentidos del alma, tú que apartas los venenos y trampas del Espíritu de la Razón y abres los ojos a una forma de noche privilegiada en la que la luna está abajo mientras la disfrutamos del revés, protégenos de la envidia del sabio cuerdo y conviértelo en juglar de tu corte como nosotros lo somos de la suya!
Pues no es loco el que sufre la locura, sino aquél que necesita del loco para llamarle tal y reafirmarse a sí mismo como cuerdo, pues el loco jamás necesitará más espejo que sí mismo para ver reflejado el universo en toda su magnifica demencia devolviéndole la sonrisa. Y ahí, él, y sólo él, será capaz de reír.
D.
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