“¿Cuánto tiempo es para siempre? – preguntó Alicia…”
Solía pensarse especial. Cuando alguien le miraba a los ojos sabía cómo absorber al observador en un vórtice de incertidumbre, transformando cuanto hubiese alrededor en algo espaciotemporalmente difícil de acotar. El observador, atrapado, duda de la reacción y recurre al protocolo para salir de una situación incómoda, pero no le da tiempo. Él, en el momento adecuado, libera la presión y deja a su presa relajarse, mostrando una tímida sonrisa. Pero no acababa ahí. Porque cada vez que sonreía el abismo de su mirada se hacía más profundo. En esos momentos, el observador sólo veía a un muchacho sonriendo tímidamente con una mirada ligeramente distante, pero no se arriesgaría a volver a perderse en sus ojos. Con un ademán le quitaría tensión a una situación que no sabría etiquetar, y se limitaría a sonreír de vuelta y le restaría toda la importancia. A fin de cuentas, ¿cuánto dura una mirada?
Solía pensarse especial porque cuando se miraba en el espejo a los ojos el infinito le devolvía la mirada y le daba vértigo. No había encontrado ojos con aquella profundidad, ni sonrisas con señales que, a modo de miguitas de pan, llevasen al observador por los indescifrables secretos de una mente y un corazón que no encuentran reposo en lo temporal. En situaciones de este tipo, los pensamientos entran en una dinámica de vertiginosa velocidad que bloquean las respuestas conscientes y la vida del individuo se vuelve automática. Se esfuma la disciplina en una mecánica de respuestas en lata, de las que venden en los supermercados, reduciendo la conducta y sus consecuentes respuestas a un montón de palabras… palabras que deciden por él hacia dónde tiene que girar la mirada y cuándo tiene que sonreír para no romper la ilusión. Y es en esa miríada de miradas y sonrisas que duran fracciones de segundo en las que él encuentra ese para siempre de vértigo, de incertidumbre, tras unos ojos que esconden los restos de una batalla en la que los dos bandos comparten el mismo corazón.
* * *
El verdadero arte de crear a la persona reside en la capacidad de destruirla. La autodestrucción constante de lo poco que se pueda construir en algún que otro ratillo de aburrimiento previene al individuo de cualquier fanatismo, a la vez que lo incapacitan para una vida normal.
D.
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