The road goes ever on and on…
Quizá proponerse relatar la aventura de forma íntegra sería pedir demasiado. Probablemente cambiaría datos, olvidaría pequeños detalles, confundiría el tiempo y el espacio, y a veces ni tan siquiera sabría si realmente llegamos a vivir lo que cuento, o si, por otra parte, fue un sueño más en una de las cálidas (y no tan cálidas) noches de verano en que dormimos bajo un cielo gallego teñido de historias (y galletas).
Las sensaciones y emociones tampoco serían fáciles de comunicar. Aquí Dios sabe si por intimidad, o como pretexto para enaltecer la figura de aquellos que caminamos en busca de algo más de lo que solemos encontrar en nuestra cotidianeidad, no sería conveniente exponer aquello que llegamos a vivir… no es, tampoco, que lo que ocurrió en el Camino se quedara en el Camino… aunque en el caso del poni sí que fue así.
También tuvieron un papel importante las ideas que se crearon. Lejos de comenzar a divagar sobre las mismas como acostumbro a hacer cada vez que alguien saca el tema, sí que cabría señalar que se crearon nuevas ideas y se compartieron las propias, mezclándolas con las ajenas y, en ambos casos, éstas y aquellas flotaban sobre nuestras cabezas bailando al ritmo de nuestras botas (o botines, o chanclas).
Por último, y no por ello menos importante, tenemos el alma. Nuestro alma que comenzó cargando con el peso de las aspiraciones, los ideales, las esperanzas y, en definitiva, con todo lo que la vida había hecho de nosotros hasta poner el primer pié en el Camino. En éste caso, e inversamente proporcional a lo que ocurría con nuestras mochilas (al menos con la mía), el espíritu de cada uno de los caminantes se iba aligerando de los recuerdos de una vida acomodada (aunque se llegara a echar de menos a quinientos metros de Palas de Rei) y comenzaba a volar libremente entre los árboles y campos, entre las montañas y los valles, a través de las iglesias antiguas y albergues cada vez más llenos de turigrinos (o perituris, según el evangelio apócrifo de San Javier), entrelazándose con almas ajenas y llegando a considerarlas propias y cercanas como nunca esperaste que fuera a suceder.
En mi caso, que ni aún tratándose de mí podría poner la mano en el fuego a la hora de dar crédito a aquello que relato: los hechos, los sentimientos, las ideas y el espíritu se combinaron al final de la etapa en forma de lágrimas a modo de capítulo final, aunque la sensación fue más bien de prólogo. Pero eso no es más que el omega de esta aventura.
Los protagonistas… bueno, éramos cinco, principalmente, a veces siete, y a veces incluso más. Dedicarles unas palabras a todos sería difícil e injusto, porque todos merecen más de lo que pudiera escribir, y a veces, como en el caso de cierto italiano, sería casi inmoral no dedicarle, al menos, un capítulo entero, precisamente por la dudosa moralidad de sus despedidas. Pero como todavía no alcanzo la infinita capacidad de la teodicea: gracias David, Javier, Paloma y Ana. Gracias, también, a Encarni y a Lola, y a Andrea y Max. Supongo que gracias a Miguel y a Lorenzo también… al fin y a cabo nada habría sido como fue de no ser por todos. ¡Ah! ¡Y por supuesto a Neptuno!
Así pues, como probablemente tendría que escribir un libro sobre la peregrinación, y el objetivo de este texto dista mucho de tal meta, habrá que conformarse con saber que no salimos como entramos, que me llevé más de lo que traje (menos el poni; quiero un poni) y que estoy radiante de algo muy parecido a la felicidad por todo aquello que ni aún los más remotos tiempos y paisajes podrán borrar de la memoria de mi alma.
Quiero un poni. (O empiezo a decir la edad de cada uno).
Á.
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