Cuando aquel líquido verde viscoso atravesó su garganta, dejándole una asquerosa sensación amarga, cerró los ojos y se dejó caer sobre la cama, dejando el cáliz a merced de la gravedad. Éste golpeó estrepitosamente contra el suelo y rodó de forma aleatoria unos metros. Ya estaba hecho, no había vuelta atrás. Poco a poco sus músulos se fueron tensando y su cuerpo comenzó a convulsionarse. Abría y cerraba las manos con fuerza, mientras luchaba contra las ganas de gritar, ya que sabía que nadie debía escucharlos. Gemía y se retorcía revolviendo las sábanas. El brujo le observaba cubierto por las sombras que producían las enormes cortinas que impedían el paso de la luz del sol. Su semblante era oscuro y aterrador, pero su expresión era tranquila. El príncipe comenzó a sudar y a recitar frases sin sentido. De repente abrió los ojos: el blanco se había sustituído por un negro más oscuro que la noche y no había color en sus iris. Se inclinó hacia delante durante una breve fracción de tiempo y luego volvió a caer. No se movía, y mantenía los ojos abiertos mirando hacia el dosel recogido. El brujo se desvaneció en las sombras.
Ahora todo estaba oscuro a ojos del príncipe. Intentó incorporarse pero su cuerpo ya no le obedecía. Sentía que caía y caía y que nada podía pararle. No tenía noción del espacio ni del tiempo, ya que todo a su alrededor parecía infinito. Intentó asirse a algún objeto sólido en aquel mar de oscuridad y en su desesperación gritó el nombre del brujo pero ningún sonido salió de sus cuerdas vocales. En el subconsciente sabía que en cuanto despertara de aquella horrible pesadilla tendría lo que tanto deseaba... pero a qué precio.
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